Hay una suerte de descreimiento, de cansancio, de pesimismo con lo que ocurre en Colombia y el mundo. La gente, a raíz de los últimos acontecimientos violentos y las guerras se descorazona y siente que no hay nada que pueda cambiar esto. Algunos fruncen los hombros como diciendo: “¿yo qué puedo hacer? Y se responden inmediatamente: “nada”. Alguna despistada decía: “para que nos preocupamos si nada podemos hacer, solo falta que un loco se le dé por apretar un botón de armas nucleares y se acaba el baile”.
Vivimos una época marcada por el descreimiento. La política, esa práctica que debería estar orientada al cuidado de la vida común, parece atrapada entre la corrupción, el espectáculo y la inercia de sistemas que ya no convocan a soñar. El cinismo se ha vuelto una forma de defensa frente a la frustración colectiva, una capa de hierro que protege del desencanto, pero que también nos impide imaginar. En este contexto, la pregunta por una política de la esperanza no es ingenua ni romántica: es fundamental.
El cinismo en la actualidad se alimenta del fracaso de los grandes relatos. Promesas incumplidas, liderazgos traicionados, instituciones capturadas y reformas que no transforman estructuralmente la vida de los más vulnerables. Frente a ello, muchos ciudadanos se refugian en la apatía o en el sarcasmo. Se desprecia todo compromiso y se señala como ingenuo a quien aún cree que es posible cambiar algo.
Pero precisamente por eso, la esperanza política se vuelve urgente. No como ilusión vacía ni como consigna electoral, sino como una práctica colectiva que se construye desde abajo, en los márgenes, donde las comunidades aún luchan por dignificar la vida. En los barrios populares, en las veredas aisladas, en los colectivos de mujeres, en las juventudes que insisten en organizarse, hay una política que no se rinde. Allí germina una esperanza real, no abstracta, porque nace del dolor, de la resistencia y del amor por la tierra y por la gente.
La política de la esperanza no niega las dificultades, el conflicto ni las heridas. No vive en el autoengaño. Más bien, reconoce la profundidad de la crisis, pero no se deja paralizar por ella. Se pregunta: ¿qué podemos hacer juntos para cambiar las condiciones de vida? ¿Cómo reconstituimos la confianza rota? ¿Cómo reencantamos lo público sin caer en el mesianismo ni en el clientelismo?
Esa esperanza es ética, porque no se basa en el cálculo del poder, sino en la convicción de que es posible una vida digna y buena para todos y todas. Es pedagógica, porque requiere un trabajo paciente de formación ciudadana, de diálogo intergeneracional y de reconstrucción del tejido social. Y es política, porque implica disputar sentidos, proyectos y decisiones concretas desde las comunidades.
Hoy, más que nunca, necesitamos liderazgos que encarnen esa esperanza. No caudillos salvadores, sino facilitadores de procesos, constructores de comunidad, sembradores de confianza. Personas que escuchen más de lo que hablan, que acompañen sin protagonismos, que se arriesguen a creer cuando todo invita a desconfiar.
También necesitamos lenguajes nuevos. Palabras que no estén secuestradas por el marketing ni por el odio, sino que convoquen a la vida compartida. Palabras que nombren lo que duele, pero también lo que nace. En tiempos de cinismo, el lenguaje de la esperanza es un acto de resistencia.
La reflexión a la que nos invita la dura circunstancia actual es a apostarle a una política de la esperanza, donde se incluya toda la sociedad para avanzar en la construcción de una sociedad más humana, donde la vida querida y buena deje de ser una utopía y se convierta en una realidad.